G. K. Chesterton, maestro de la paradoja, afirmaba que “Dios escoge hombres ordinarios como padres para realizar su plan extraordinario”. La misión del padre es, verdaderamente, grandiosa.
Por José Miguel Granados Temes.
Profesor de la Universidad San Dámaso (Madrid)
Proteger
G. K. Chesterton, maestro de la paradoja, afirmaba que “Dios escoge hombres ordinarios como padres para realizar su plan extraordinario”. La misión del padre es, verdaderamente, grandiosa. En primer lugar, consiste en proteger, es decir, crear un hábitat seguro para los miembros de su familia. El padre diligente emplea todas sus fuerzas y capacidades para defender a los suyos: se empeña y arriesga para que puedan vivir y crecer en un hogar tranquilo, en un entorno confiado; les transmite la herencia de una existencia digna.
El padre manifiesta el respeto y la responsabilidad por el pequeño, el enfermo y el más necesitado, aprecia y cuida la vida débil; expresa siempre un amor incondicional hacia los de su estirpe; los considera como parte o prolongación de sí mismo; se hace cargo de ellos. Con razón sentenciaba Sigmund Freud: “no puedo pensar en ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la necesidad de la protección de un padre”.
Dar vida
Ser padre significa unirse a la mujer-madre para engendrar en el amor: supone ofrecer la semilla de sí mismo, dar vida, así como asumir con estupor agradecido el milagro de la vida, la fecundidad de la propia carne y sangre en la comunión conyugal.
El proceso de desarrollo humano conlleva en el paso de la filiación a la esponsalidad y a la paternidad. Ser hijo significa descubrir y asumir la propia identidad: es decir, reconocer el don recibido; aceptar con conciencia clara la existencia de alguien que me precede, de un padre y una madre buenos que me han transmitido el ser con amor generoso. La primera consecuencia es la gratitud gozosa, en forma de respeto y honra a quienes han originado la propia vida.
Comprometerse
Después viene el desarrollo personal hasta alcanzar la esponsalidad. Ello implica el despliegue del don recibido mediante el esfuerzo en la propia maduración y crecimiento, para alcanzar la altura del gran don de humanidad recibida. Pues, como señala Fabrice Hadjadj, la paternidad “es una aventura: el riesgo de un futuro para el otro… pues el padre se esconde, empujando sus hijos hacia adelante”.
El hijo deja la infancia y crece: poco a poco se hace adulto y llega a ser capaz de compromisos, de donación y entrega. La dimensión esponsalicia le lleva a realizar promesas de modo deliberado: así establece lazos de alianza, se hace responsable de las personas, asume tareas directivas en la vida personal y comunitaria. Asimismo, entiende que ha de mantener la fidelidad a la palabra dada y la lealtad a las personas unidas a uno con vínculos justos.
En cambio, la inmadurez supone la irresponsabilidad del que rechaza adquirir compromisos, del que no quiere vivir para los demás, sino que opta egoístamente por su propio interés o comodidad. Entonces, su existencia se frustra: se estanca en una fase individualista infantil, no alcanza a cumplir la condición de virilidad, renuncia a crecer; traiciona su vocación existencial de hacer de la propia vida un don; incumple su íntima vocación de transmitir la vida recibida, para cuidarla y acrecentarla; rompe algún eslabón de la cadena de la tradición familiar, renuncia a su propio cometido en la existencia, y daña a la comunidad. Como sostenía el escritor Mario Francis Puzo, “un hombre que no sabe ser buen padre, no es un auténtico hombre”.
Guiar
Leemos en la carta del Papa Francisco sobre la figura de san José: “Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir”. En efecto, el padre es quien introduce a las nuevas generaciones en el mundo social y laboral: educa en la importancia de insertarse en una comunidad como miembro activo; instruye también en las virtudes para la convivencia; testimonia la necesidad de resistir en las tribulaciones, de mantenerse con serenidad en el puesto asignado, cumpliendo las propias obligaciones por sentido de dignidad, de autoestima y de servicio a las personas del entorno doméstico y a la comunidad.
El buen padre es pastor que guía a su familia: defiende, orienta, conduce, estimula, alimenta, sana, ofrece reposo y cuidados, lleva por el buen camino. Es maestro de los verdaderos valores: enseña el bien moral; muestra con su vida cómo vivir en la verdad del amor; comunica la memoria de la tradición, la sabiduría de un pueblo y su cultura. Ha de ser referente, modelo y conductor, señalando la senda y el sentido de la vida: yendo por delante, transmitiendo coraje y esperanza.
Remedar
La presencia adecuada del padre une, alivia, reconforta, equilibra, bendice, lleva hacia la meta, pone en contacto con las raíces y el fin de la vida, con el Dios trascendente, fuente de toda dádiva. Decía C. S. Lewis que el famoso escritor cristiano George MacDonald “aprendió en primer lugar de su propio padre que la Paternidad tiene que estar en el corazón del universo”. Pues todo padre está llamado a ser, en definitiva, participación, remedo y reflejo del mismo Dios Padre, “de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Efesios 3,15).
Para saber más:
Cantalamessa, Raniero, Un himno de silencio: meditaciones sobre el Padre (Monte Carmelo, Burgos 2007); Cordes, Paul Josef, El eclipse del padre (Palabra, Madrid 20042); Francisco, carta apostólica Patris corde, 8-12-2020; Hadjadj, Fabrice, Ser padre con san José. Breve guía del aventurero de los tiempos modernos (Rialp, Madrid 2021); Hahn, Scott, Un Padre fiel a sus promesas. El amor de alianza de Dios en las Escrituras (Palabra, Madrid 2019); Wojtyla, Karol, Hermano de nuestro Dios. Esplendor de paternidad (BAC, Madrid 1990).