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La Sagrada Escritura en la vida y obra de Santo Tomás de Aquino

Santi Rodríguez ha vuelto a encontrarse con conocidos estudiosos de la figura y obra de Santo Tomás de Aquino en Barcelona. Le gustan esas reuniones en las que intercambian pensamientos, se hacen consultas, dedican tiempo al estudio y la reflexión sobre un personaje particularmente destacado del medievo, perteneciente a la orden de predicadores, que lo fue todo como teólogo, filósofo y jurista, hasta dejarnos una obra extensa y de profundo calado en lo espiritual y en el conocimiento de la doctrina católica.



Doctor Angélico, Doctor Común y Doctor de la Humanidad, se considera su obra fundamental para los estudios de filosofía y teología. A su regreso, Santi nos dejó bien asentadas las ideas que tomó durante las sesiones en que participó.


La Sagrada Escritura es una de las fuentes de la Revelación, junto con la Tradición de la Iglesia. El Magisterio de la Iglesia es el custodio del depósito de la fe formado por estas dos fuentes. Esto significa que es la Iglesia la que nos ofrece el auténtico sentido de la Escritura.


Todo lo que se encuentra escrito en las Escrituras debe ser leído a la luz del mismo espíritu que las inspiró, que no es otro que el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el que nos enseña todas las verdades que se refieren a Dios y nos santifica con sus dones (temor de Dios, piedad, fortaleza, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría). “Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os enseñará todas las verdades” (Jn. 16, 13). “La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5, 5). Por eso, la Escritura no está a merced de interpretaciones personales, sino que debe ser leída en el foro de la Iglesia a quien el Espíritu Santo asiste en su misión docente.


La Sagrada Escritura es, además, el alma de la teología. Esto significa que la teología, que es la ciencia sagrada que trata de penetrar y exponer los misterios de la fe, no debe separarse nunca de la Escritura, sino que bebe de ella como de su manantial. Así lo ha reconocido la Iglesia y así lo entendieron también los medievales. Porque el quehacer de un teólogo en tiempos de Santo Tomás consistía fundamentalmente en leer, disputar y predicar apoyándose en la Palabra de Dios.


Para Santo Tomás, el fin último de todo su estudio no es otro que la profundización en los misterios de la fe, es decir, en el conocimiento de Dios. Algunos han propuesto que todo el acervo doctrinal y literario no tiene, a fin de cuentas, otro fin que la contemplación de Dios y sus misterios. Es, por ejemplo, la opinión de Jean Leclercq en su obra El amor a las letras y el deseo de Dios.


A veces se olvida, cuando se habla de Santo Tomás, la radical y profunda orientación de toda su labor intelectual hacia el conocimiento de Dios. Es en la obra de Santo Tomás donde con más claridad se ve la unidad entre la razón y la fe. La fe es una virtud que perfecciona la razón, al modo en que la gracia perfecciona nuestra naturaleza sin destruirla. La fe, entonces, encuentra su apoyatura en la razón, a la que no contradice, sino que perfecciona y eleva.


Santo Tomás expone la Sagrada Escritura en sus numerosos comentarios al Evangelio o a distintos libros del Antiguo Testamento, pero también a lo largo de sus obras más filosóficas. Es cierto que hay que distinguir la filosofía de la teología como ciencias con su propia independencia. En lo que a Dios se refiere, ambas disciplinas comparten un mismo objeto material, es decir, tratan de lo mismo, aunque desde perspectivas distintas, pues la filosofía cuenta tan solo con la luz de la razón natural y la teología con la luz que proporciona la fe. Sin embargo, hecha esta distinción, tenemos que ver entre filosofía y teología más continuidad y unidad de la que suele señalarse.


Para Santo Tomás y, podemos decir que para todo filósofo cristiano, no es posible prescindir del dato de la Revelación. De esta manera, la vida intelectual se orienta, como se orienta toda la vida espiritual del cristiano, a la unión con Dios, es decir, a la mística. La mística no constituye principalmente los dones extraordinarios que Dios concede a algunos santos, sino que forma parte del desarrollo normal de la vida cristina a la que todos estamos llamados. La Sagrada Escritura, junto a los sacramentos, especialmente el de la Sagrada Eucaristía, debe ser la fuente de toda nuestra vida, el medio que nos conduzca a la unión con Dios, a la contemplación. Porque, como afirma San Jerónimo, “desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”.


Santiago Rodríguez.

Ateneo de Teología

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