In memoriam Álvaro Granados
- Ateneo de Teología
- 7 feb
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Todavía permanece en el recuerdo de cuantos lo hemos conocido la figura de Álvaro Granados, sacerdote, profesor de la Pontificia Universidad romana de la Santa Cruz, hermano de José Miguel, profesor en San Dámaso y párroco de Santa María Magdalena; habitual en el Ateneo de Teología.

Es sábado, día 1 de febrero. Acabamos de regresar de nuestros días de retiro en Molinoviejo, cerca de Segovia. Me encamino a la Parroquia de Santa Maria Magdalena donde se celebra el funeral por el eterno descanso de Álvaro, recientemente fallecido en Roma. Somos un puñado de curas los que concelebramos, todos muy amigos de José Miguel. El templo ¡increíble! muy lleno de gente: feligreses, familia de José Miguel -muchos-, y jóvenes y no tan jóvenes que provienen de los diversos grupos eclesiales que frecuentan esta parroquia, celebran en ella sus reuniones, retiros espirituales, y rezan, rezan mucho. Me llamó la atención un chico que se acercó a comulgar, lo hizo de rodillas en el reclinatorio dispuesto al pie del altar, se veía la devoción que tenía, le seguí con la mirada mientras volvía a ocupar su lugar en un banco corrido pegado a la pared y ahí se puso de rodillas en el duro suelo, entiendo, para su acción de gracias. Es, sin duda, para que muchos aprendamos.
José Miguel nos habla con el temple propio de profesor, el dominio de la palabra y uso del lenguaje que distingue a un buen predicador, nos sitúa al inicio de su homilía en el conocimiento de su hermano. Nos recuerda una conversación con su hermano en la que éste le hacía ver como la reflexión sobre los contrastes de la vida constituye uno de los rasgos más interesantes del gran pensador cristiano Romano Guardini, sobre el que él escribió su primera tesis doctoral. Muchos contrastes de nuestra vida parecen desconcertantes, paradójicos y difíciles de explicar. Pero, gracias a la visión de la fe, las tensiones se integran en el conjunto, y todo adquiere sentido desde la clave de Cristo. Guardini afirmaba que “en la medida en que me aproximo a Dios y participo de él, me acerco a mi propia comprensión. La sede del sentido de mi vida no está en mí, sino por encima de mí. Vivo de lo que está por encima de mí”.

José Miguel continúa: la divina revelación nos enseña que la acción del Espíritu Santo transforma las aparentes contradicciones que se encuentran en el mundo, en historia de la salvación, historia de las misericordias de Dios. Así ocurre especialmente en cada página del evangelio. Por ejemplo, en el misterio que celebramos hoy, fiesta de la presentación del Señor, el niño Jesús es llevado por José y María al templo de Jerusalén a los cuarenta días de su nacimiento para cumplir los ritos prescritos por la ley de Moisés. Aquel que viene a rescatar a toda la humanidad sumida en la oscuridad, se somete al rito de ser rescatado. El rescatador rescatado. Además, su madre santa cumple el ritual de la purificación, siendo la purísima. A ella y a San José, el Señor les anunció por medio de las palabras proféticas del anciano Simeón que su hijo iba a ser “signo de contradicción”, luz y salvación, pero también causa de dolor. Jesús, el Verbo de Dios que tomó nuestra carne, descifra el significado de los contrastes. Su dolor nos salva. Su muerte nos da la vida eterna.
Mientras miraba a José Miguel y escuchaba sus palabras me venía a la mente la imagen de los dos hermanos en una de las Conferencias del programa “Aprender Roma” en el que Álvaro se prestó a colaborar. Éramos ese día unos cuarenta sacerdotes que habíamos viajado a Roma para estas jornadas. Acababa de publicar un Manual de Teología Pastoral: “la casa costruita sulla sabbia”. Aprendimos sí, de su ciencia, de su animoso talante cuando la enfermedad le limitaba ya, de la alegría escondida de quien se sabía que se daba a los demás, a sus hermanos sacerdotes en este caso. Puedes ver la foto de aquellos días entre estas líneas.
Sigue refiriendo José Miguel, lo que Álvaro aprendió en sus estudios lo vivió como sacerdote: experimentó que el seguimiento y la amistad con Cristo constituye la clave del sentido de la vida; y que, por tanto, imitar a Jesús y darse a los demás produce siempre frutos abundantes. Pues el que entrega su vida por amor siempre gana. Hizo propio el mensaje que el Señor encomendó al fundador del Opus Dei, y que aprendimos en la vida de nuestros padres; y que consiste en secundar y enseñar el evangelio del trabajo para dar gloria a Dios y servir a los demás.
En efecto, ante tantas situaciones dolorosas, no podemos comprender, pero siempre podemos amar, con esa fe y ese amor, con esa esperanza que el Señor derrama abundantemente en nuestros corazones. Y así, aunque nuestro hombre exterior se deshace, nuestro hombre interior se renueva día a día. Así nos lo recuerda el Papa Francisco: «Si aceptamos la muerte, podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni habrá luto, ni llanto, ni dolor» (Ap 21,4). Así nos prepararemos también para encontrar a nuestros seres queridos que han muerto». Esta reflexión hecha por el Prelado del Opus Dei en la Misa de exequias de Álvaro, se me antojaba un maravilloso complemento a cuanto él hizo, y a cuanto yo mismo estaba viviendo en esta ceremonia.
Llega ahora la conclusión en las palabras del predicador: Álvaro ha recibido ya en esta vida “el ciento por uno” en respuesta a su entrega a los demás. Esto ha quedado claro en el cariño que ha recibido por parte de tantas personas durante su convalecencia. Realmente, sus familia estamos asombrados por las innumerables manifestaciones de afecto y gratitud hacia él. Además, Álvaro entendió con las luces del Espíritu Santo que el plan del Señor es siempre lo mejor, aunque supere nuestra lógica tan limitada y nos desconcierte. Aprendió a vivir completamente confiado en las manos amorosas del Padre Dios, que todo lo dispone para el bien de sus hijos. Durante siete años padeció con serenidad una enfermedad muy dura, en la que descubrió una llamada del Señor a compartir su cruz. Hace apenas tres semanas, Álvaro decía: “Pido al Señor la gracia de aferrarme a la vida para darle gloria con mi enfermedad mientras Él quiera”. Así vivió también el “evangelio del sufrimiento”. Agradecía sonriente los cuidados que necesitaba. Mantuvo siempre la alegría de la fe, y supo disfrutar de tantas cosas bonitas que ofrece la vida humana, como una comida rica en compañía de los amigos, jugar un partido de fútbol (y jugaba muy bien), o ver una buena película clásica o la repetición de los goles en la tele con los de casa. En definitiva, Álvaro ha dado el testimonio de quien sabe vivir y morir con paz, esperanza y buen humor. Pues, como decía San Josemaría: “la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Ante el ejemplo de Álvaro, nos confirmamos en la seguridad de que si permanecemos como él fieles al amor de Jesús, también para nosotros los contrastes de la existencia, a veces arduos, se transformarán en salvación y felicidad para esta vida y para la eterna.
Terminamos, es sábado, cantamos a la Virgen y a Ella le pedimos que el ejemplo de la vida luminosa de Álvaro siga inspirando a todos.
José Ignacio Varela González