Santiago Rodríguez, estudiante universitario de filosofía, y habitual en nuestros encuentros del domingo por la tarde en el ATENEO DE TEOLOGÍA, participó este verano en un curso de metafísica y mística celebrado en el Valle de los Caídos. En una de nuestras reuniones nos hizo esta brillante exposición, que le pedimos redactara para recordarla en nuestra web.
Metafísica y mística
La metafísica −filosofía primera y más fundamental− se ocupa especialmente de la cuestión del ser de las cosas. En su observación del mundo, ha llegado al descubrimiento de que, aunque todas las cosas son, su ser, además de recibido, es contingente: pueden ser o no ser en la realidad. Pero hay un Ser que es absoluto, que posee el ser por sí mismo y es necesario: Dios mismo, ha creado todo cuanto existe y lo mantiene en el ser con el gobierno de su providencia. Por su parte, la mística es la parte de la teología espiritual que trata acerca de la unión del alma con Dios. La integración de la mística de san Juan de la Cruz en la metafísica de santo Tomás de Aquino es total. Esta combinación, además de desvelarnos el gran dominio que el santo de Ávila tenía de la doctrina del Aquinate, nos enseña una verdad rotunda: la no incompatibilidad entre razón y fe. La separación de ambas dimensiones propuesta por la Modernidad, no acarrearía en el creyente que filosofa sino un desgarramiento interior, un desdoblamiento de la propia personalidad. La fe, aunque de naturaleza distinta de la razón, no es absurda sino razonable.
Dentro de la metafísica tomista, un descubrimiento originalísimo despunta respecto a toda la tradición filosófica anterior: la distinción entre ser y esencia. Esta dotrina viene a señalar que el ente (aquello que tiene ser) se constituye de dos co-principios metafísicos. Así, el ser es aquello por lo que el ente es, el hecho de que existe sin más; la esencia es el conjunto de determinaciones del ente: lo que el ente es, las características que le hacen ser aquello que es. Subsumir el ser a la esencia (esencialismo) nos llevaría a olvidar nuestra propia contingencia (que se descubre en el propio acto de ser y no en su esencia). Pero tampoco es admisible considerar nuestra existencia como completamente desnuda (existencialismo), sino que ésta se llena con el conocimiento de las esencias de las cosas. Esto hace posible la analogía, por la que conocemos a Dios: por las cosas visibles, llegamos a lo invisible.
Dios, además de ser causa eficiente de todo, es también causa final de todas las cosas, porque todo tiende a Él en su propio perfeccionamiento y, de un modo más excelente, el hombre con sus potencias espirituales. Esta tendencia del hombre hacia Dios es ontológicamente radical, aunque no enteramente fáctica. El pecado ha corrompido nuestra naturaleza haciendo que no todas nuestras acciones nos conduzcan a Dios como debieran. La realidad del pecado es tan terrible porque, en realidad, el pecado no es, sino que él mismo se agota en no ser. De ahí que al pecado le siga en el alma una ausencia: ausencia de Dios, deficiencia de bien.
Sin embargo, nuestra situación no es definitiva y junto a esta realidad del pecado, convive la realidad de la gracia de Dios que nos transforma. San Juan de la Cruz nos enseña las noches en que Dios nos sumerge para purificarnos de todo lo que nos impide acogerlo a Él. Dios nos sumerge en la noche del sentido, por la que nos privamos de lo descansado y agradable, para ir a lo menos y despreciable. Solo Dios sacia al hombre y solo alcanza éste la libertad cuando no está atado más que a Él.
Además, Dios nos sumerge también en la noche del espíritu para llegar al desprendimiento de nosotros mismos. La gracia purifica nuestras potencias espirituales: a la voluntad con la caridad, deseando solo que Dios esté en nosotros; al entendimiento con la fe, quitando de nosotros falsas imágenes de la santidad; y a la memoria con la esperanza, desechando tantos recuerdos que nos alejan de Dios. Solo con un entero ‘dejarse hacer’ por la gracia llega el alma a ver los esfuerzos de sus virtudes sublimados con la efusión de los dones: es ya toda de Dios.